La comunicación social en México y Michoacán dejó de ser puente y se convirtió en muro. Hoy, coordinadores y jefes de prensa operan como guardianes del poder: controlan la narrativa, bloquean información pública, manipulan redes y erosionan la democracia mediante opacidad, burocracia y propaganda digital.
Uitzume, el perro del lago
Cuando la Comunicación Social se convierte en muro para el periodismo
Ha surgido una nueva generación de funcionarios que sabe cómo ejercer control sin recurrir a cierres formales de medios, cómo disciplinar sin uniformes ni tanquetas y cómo distorsionar la realidad sin necesidad de la mentira descarada.
Son los coordinadores de comunicación social, los jefes de prensa gubernamentales, esos personajes que alguna vez fueron concebidos como puentes entre gobierno y ciudadanía, pero que en México —y en buena parte de Michoacán— se han convertido en murallas.
No las y los subestimen. Son los nuevos guardianes del poder, más efectivos que cualquier censor del siglo XX porque operan en la era de la “transparencia” digital, donde la opacidad se disfraza de inundación informativa y el control se ejerce mediante algoritmos y estrategias de redes sociodigitales.
Pensemos en esto: una o un coordinador de comunicación social maneja presupuestos millonarios de publicidad oficial, decide qué periodista accede a qué funcionario, determina qué información se hace pública y cuál “no es el momento adecuado”, diseña estrategias para neutralizar coberturas críticas y, en muchos casos, coordina ejércitos digitales para atacar a voces incómodas. Y todo esto sin rendir cuentas reales a nadie más que al político que lo contrató.
Estos funcionarios y funcionarias han comprendido algo fundamental sobre el periodismo mexicano contemporáneo: no necesitan prohibir, basta con retrasar. No necesitan amenazar directamente, basta con construir laberintos burocráticos. No necesitan mentir abiertamente, basta con proporcionar medias verdades envueltas en datos técnicos incomprensibles.
La comunicación social gubernamental ha evolucionado de ser un servicio público a convertirse en una industria de manipulación profesional. Y las redes sociodigitales han sido su gran aliada.
Desde que los gobiernos descubrieron que podían hablarle directamente a millones de ciudadanos sin pasar por el filtro periodístico, algo se rompió en el ecosistema informativo.
Las conferencias presidenciales transmitidas en vivo por YouTube, los hilos infinitos de Twitter explicando políticas públicas, los videos de TikTok humanizando funcionarios: todo esto ha reconfigurado el poder.
Los y las coordinadoras de comunicación social entendieron rápido: ¿para qué conceder entrevistas donde te harán preguntas incómodas si puedes publicar un comunicado en Facebook que llegará a más gente? ¿Para qué someterte al escrutinio de un reportero si puedes crear tu propia narrativa en Instagram Stories?
La desintermediación mediática no democratizó la información; simplemente cambió quién controla el micrófono. Y resulta que quienes lo controlan ahora tienen menos incentivos que nunca para ser honestos, porque no hay contrapeso inmediato, no hay periodista interrumpiendo con datos contradictorios, no hay editor verificando afirmaciones.
El periodismo michoacano, y en general el mexicano, perdió su posición de intermediario obligado. Y con ella, perdió gran parte de su capacidad de presión sobre el poder.
Conocemos esta especie. Los he visto operar durante décadas. Muchas y muchos de ellos son exreporteros de medios locales que saben las artes del oficio del periodismo, y hay otros ignorantes, sin experiencia y sin poder de decisión, que están ahí para obedecer, pero todos son artistas de la frustración burocrática.
Te piden “enviar tu solicitud por escrito” cuando una llamada bastaría. Te dicen que “el funcionario está muy ocupado” aunque tenga agenda para entrevistas en medios complacientes. Te ofrecen datos parciales que parecen responder tu pregunta, pero que están cuidadosamente editados para omitir lo relevante. Te prometen “te contactamos pronto” y luego desaparecen como fantasmas hasta que tu nota pierde vigencia.
Y si insistes, si te atreves a publicar algo crítico usando otras fuentes, entonces sí te contestan: con un “desmentido” indignado en redes sociodigitales y con una campaña de trolls cuestionando tu credibilidad.
Pero hay algo particularmente patético en el pequeño déspota o la pequeña déspota del despacho de comunicación social. Ese funcionario de tercer nivel que se comporta como si el acceso a “su” secretario fuera un favor personal que otorga graciosamente. Ignoran deliberadamente correos, llamadas y mensajes, ejerciendo su mísero poder del silencio.
Y lo más triste es que muchos provienen del periodismo. Fueron reporteros que cruzaron la línea, que aceptaron puestos mejor pagados en el gobierno y que desarrollaron una amnesia ética instantánea. Olvidan todas las veces que ellos fueron los frustrados esperando respuestas. Olvidan la indignación que sintieron cuando les negaban información pública. Olvidan que juraron servir al interés público, no a las ambiciones políticas de un jefe. Pero es que el que manda es él o ella.
Pero la verdadera sofisticación de la “comunicación social” llegó con las redes sociodigitales. Ahí es donde estos coordinadores han encontrado su verdadero campo de batalla.
Controlan trending topics mediante cuentas coordinadas. Inundan conversaciones incómodas con contenido basura para diluir el mensaje. Usan bots para amplificar logros y minimizar escándalos. Crean “movimientos ciudadanos” falsos que “espontáneamente” defienden al gobierno. Pagan a influencers para que disfracen propaganda como opinión personal.
Y cuando un tema se les sale de control, tienen el manual perfectamente estudiado: desacreditar la fuente (“es un medio vendido”), atacar al mensajero (“ese reportero siempre ha sido opositor”), distraer con otra noticia (“pero miren este logro que nadie está cubriendo”) y, finalmente, victimizarse (“nos atacan porque estamos haciendo las cosas bien”).
Todo esto es propaganda funcional, especialmente en una sociedad polarizada donde la gente ya no busca información, sino confirmación de sus prejuicios.
Las y los coordinadores de comunicación social lo saben. Por eso invierten en analítica de datos, en conocer exactamente qué mensaje funciona con qué audiencia, en segmentar su propaganda con precisión quirúrgica.
Aquí está lo que realmente importa: cada vez que un coordinador de comunicación social obstruye una solicitud legítima de información, cada vez que discrimina contra un periodista crítico, cada vez que construye opacidad donde debería haber transparencia, no está simplemente “haciendo su trabajo”; está degradando la democracia.
Porque sin información verificada, los ciudadanos no pueden tomar decisiones informadas. Sin acceso a datos sobre corrupción, no puede haber rendición de cuentas. Sin la posibilidad de cuestionar al poder, no existe realmente un sistema democrático.
Estos funcionarios se escudan en su “lealtad” a sus superiores. Pero la lealtad de un servidor público debe ser primero a la Constitución, a la ley, al interés general; no a las ambiciones políticas de quien temporalmente ocupa un cargo.
Cada peso de publicidad oficial usado para premiar medios complacientes y castigar críticos es un peso de todos los mexicanos usado para pervertir el debate público. Cada estrategia de manipulación en redes sociodigitales pagada con presupuesto gubernamental es un robo a la capacidad ciudadana de conocer la verdad. Cada campaña de desprestigio contra periodistas coordinada desde oficinas públicas es un ataque a la libertad de expresión.
La comunicación social gubernamental tiene una función legítima y necesaria: hacer comprensible y accesible la información pública. Explicar políticas complejas. Facilitar el contacto entre autoridades y ciudadanos. Garantizar que el ejercicio del poder sea transparente.
Imaginen coordinadores de comunicación social que realmente hicieran eso. Que respondieran solicitudes de información con prontitud y honestidad. Que facilitaran acceso equitativo a funcionarios sin importar la línea editorial del medio. Que proporcionaran datos completos, no fragmentos convenientes. Que vieran su trabajo como servicio público, no como operación política.
Existen. Los hemos conocido; son minoría, pero existen. Y viven en conflicto permanente con un sistema que los presiona a traicionar su ética profesional.
Porque el problema no es solo individual, es estructural. Los gobiernos contratan coordinadores de comunicación social no para ser transparentes, sino para “controlar la narrativa”. Les exigen resultados medidos en coberturas favorables, no en información pública difundida. Los evalúan por su capacidad de “manejar crisis”, que frecuentemente significa ocultar problemas, no resolverlos.
Han creado un sistema diseñado para la opacidad.
A los coordinadores de comunicación social que leen esto y se sienten incómodos porque reconocen sus prácticas: tienen una decisión que tomar. Pueden seguir siendo obstáculos para la democracia o pueden recordar por qué entraron al servicio público.
Nadie los obligó a aceptar esos puestos. Nadie los fuerza a censurar, manipular u obstruir. Cada día eligen entre servir al interés público o servir a intereses políticos. Y esa elección tiene consecuencias que trascienden su carrera personal.
A los periodistas que han normalizado esta relación tóxica: dejemos de ser cómplices. Nombremos la obstrucción cuando ocurre. Publiquemos las solicitudes ignoradas. Documentemos la discriminación. Hagamos visible el sistema de control.
Y a los ciudadanos: exijan. Cuando un gobierno presume transparencia, pero sus funcionarios obstruyen información, señálenlo. Cuando vean campañas coordinadas de desprestigio contra periodistas, reconózcanlas por lo que son. Cuando les vendan propaganda disfrazada de información, reclámenla.
Estamos en un momento peculiar de la historia donde hay más información circulando que nunca, pero es más difícil que nunca saber qué es verdad. Los coordinadores de comunicación social gubernamentales han contribuido significativamente a esta confusión.
Han aprendido que, en la era digital, no necesitas ocultar información; basta con inundar el espacio público con tanto ruido que nadie pueda distinguir la señal. No necesitas censurar; basta con hacer que obtener información verificada sea tan difícil que pocos tengan la paciencia o los recursos para conseguirla.
Es censura por agotamiento. Es manipulación por saturación. Es control a través del caos organizado. Y funciona.
Pero aquí está la cosa: solo funciona si lo permitimos. Solo funciona si normalizamos la opacidad. Solo funciona si aceptamos que así son las cosas y no puede ser diferente.
La batalla por la verdad, por el acceso a información verificada, por la posibilidad de supervisar al poder se libra cada día en solicitudes de información ignoradas, en conferencias de prensa amañadas, en estrategias de redes sociodigitales manipuladoras.
Y los y las coordinadoras de comunicación social están detrás de esta batalla; eligieron su bando. Ahora nos toca a nosotros elegir si lo aceptamos.
Nota de editor
Las y los coordinadores de comunicación social que leen esto y se indignan porque “no todos somos así”: tienen razón. No todos. Pero los suficientes como para que el sistema funcione exactamente como está diseñado: para proteger al poder del escrutinio público. Si realmente son diferentes, demuéstrenlo. Faciliten información. Abran puertas. Defiendan la transparencia incluso cuando incomode a sus jefes. Hasta entonces, el silencio es complicidad.
*Uitzume, el perro de lago es la editorial de en15dias.com.
Está escrito a tres manos por las editoras y editores. Este espacio analiza, desde una visión crítica aguda, ácida y siempre profunda, las problemáticas socioambientales, de derechos humanos y de salud comunitaria en Michoacán.
Este espacio pone énfasis en lo que se pregunta, pero no se cuestiona; en lo que se observa, pero no se escribe, y en lo que se habla, pero no se escucha.
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