El acuerdo del 24 de octubre sobre el aguacate promete sostenibilidad y justicia ambiental, pero al fijar 2019 como punto de partida para medir la deforestación, convierte la devastación previa en legalidad. Es una amnistía ambiental disfrazada de política verde y progreso institucional.
El aguacate y la amnistía del desastre
Uitzume, el perro del lago*
El acuerdo publicado el 24 de octubre en el Diario Oficial de la Federación para regular la producción de aguacate de exportación llega con décadas de retraso y una trampa inscrita en su propio diseño: establece 2019 como línea base para evaluar la deforestación.
El Gobierno de México decide finalmente actuar. Pero no para revertir el daño ni castigar a los responsables, sino para legitimar lo consumado y decorar con lenguaje progresista lo que es, en esencia, una amnistía para el crimen ambiental.
Esta medida es ejemplar de lo que la socióloga argentina Maristella Svampa identifica como el núcleo del “consenso de las commodities”: ese pacto implícito donde gobiernos de distinto signo político subordinan los territorios, los ecosistemas y las comunidades a la lógica extractivista de exportación de materias primas.
El aguacate mexicano, ese “oro verde” que alimenta los mercados comerciales de Estados Unidos, es la versión más sofisticada de este despojo: se viste de verde, habla de trabajo digno, promete certificaciones, pero opera sobre los escombros de un modelo que ya quebró los ciclos hidrológicos y fragmentó los bosques templados.
LA TRAMPA DE LOS AÑOS
Que el decreto establezca 2019 como año de corte no es un detalle técnico: es una decisión política que blanquea décadas de devastación. Las cifras son contundentes y aterradoras.
En menos de cuatro décadas, el aguacate pasó de ser un fruto local a convertirse en el emblema del “oro verde” mexicano. En 1980 se cultivaban unas 65 mil hectáreas en todo el país; para 2019, la cifra rebasaba las 230 mil. La superficie se multiplicó más de tres veces y, con ella, los impactos ambientales y sociales.
En Michoacán, corazón de esta expansión, los bosques templados se convirtieron en plantaciones y las cuencas se vaciaron. Diversos estudios estiman que la deforestación asociada al aguacate oscila entre 16 mil y 70 mil hectáreas, aunque si se considera la pérdida forestal total del estado, el número puede superar las 260 mil hectáreas entre 2001 y 2018.
Según el Sistema Nacional de Monitoreo Forestal, entre 2001 y 2018, Michoacán perdió 269,676 hectáreas de tierras forestales, de las cuales el 23.16% se convirtieron en terrenos agrícolas.
Pero la realidad supera incluso estos números oficiales. En 2019 —ese año “clave” del acuerdo— investigadores de la UNAM identificaron 244,705 hectáreas de aguacate en la franja aguacatera michoacana, cuando los datos oficiales del SIAP apenas registraban 167,747 hectáreas. La diferencia de 77,000 hectáreas son huertos ilegales, huertos fantasma, huertos que existen en el paisaje pero no en el papel, producto de la tala clandestina, los incendios provocados y el cambio de uso de suelo sin autorización.
A pesar de esto, el gobierno mexicano decide que 2019 es el momento oportuno para trazar la línea de política pública hacia el impacto de la franja aguacatera y con un plumazo todo lo anterior queda exonerado. Toda esa destrucción acumulada se vuelve legal por omisión.
Es decir, el Gobierno de México normaliza el ecocidio.
Esta es la lógica perversa de las “soluciones” corporativas-gubernamentales a los problemas socioambientales del impacto del supuesto “crecimiento”, “desarrollo” y “bienestar”.
Se reconoce formalmente el problema, se construyen marcos regulatorios que suenan progresistas, pero se opera siempre desde la continuidad del daño. No se cuestiona el modelo extractivista, sólo se lo administra con lenguaje de sustentabilidad.
EL CONSENSO DE LOS AGUACATES
El nuevo acuerdo interinstitucional habla pomposamente de “trabajo digno”, “no deforestación” y “sanidad vegetal”, pero omite sistemáticamente la pregunta fundamental que la ecología política latinoamericana ha colocado en el centro del debate: ¿es posible un aguacate sustentable bajo este modelo de producción?
La respuesta, si atendemos a la evidencia científica y a los testimonios de las comunidades afectadas, es rotunda: NO.
El doctor Alberto Gómez-Tagle de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo ha documentado que una hectárea de aguacate con 156 árboles consume 1.6 veces más agua que una hectárea de bosque natural con 677 árboles. La estructura de las ramas y raíces del aguacate impide la infiltración preferencial del agua al subsuelo, interrumpiendo el ciclo hidrológico.
Los datos no se quedan ahí. Se estima que en Michoacán hay cerca de 50,000 hoyas de agua, cada una ocupando un espacio de entre un cuarto y tres hectáreas.
En las cuencas de los ríos Cupatitzio y Tepalcatepec se ha detectado contaminación significativa por fosfatos y agroquímicos derivados de la producción aguacatera. La fragmentación de los bosques templados provocada por la expansión de las huertas afecta los procesos biológicos de las poblaciones de flora y fauna, empujándolas hacia la endogamia y la extinción.
Estos no son “externalidades” del modelo: son el modelo mismo. Y ningún sello de certificación, ninguna Comisión Técnica interinstitucional, ningún dictamen de la SEMARNAT va a resolver la contradicción estructural de un cultivo que, para satisfacer la demanda del mercado estadounidense, requiere destruir los ecosistemas forestales que lo hacen posible.
LO QUE NO DICE EL ACUERDO
El decreto publicado por el Gobierno de México hace referencia al Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030, cita el principio de “desarrollo con bienestar” y habla de “justicia ambiental”. Pero hay ausencias elocuentes que delatan la naturaleza cosmética de la medida
Primero, no menciona la restauración ecológica. No hay una sola línea sobre cómo se recuperarán las 269,676 hectáreas de bosque perdidas. No hay presupuesto para reforestación, no hay planes de recuperación de cuencas, no hay estrategia para desmantelar las huertas ilegales instaladas incluso dentro de reservas naturales.
Segundo, no cuestiona el volumen de producción. México cultiva el 32% del aguacate mundial y exporta el 57% de su producción nacional, según datos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Cuatro de cada cinco aguacates consumidos en Estados Unidos provienen de México.
El acuerdo asume que este volumen debe mantenerse o crecer. No se plantea ningún límite, ninguna moratoria, ninguna reconversión productiva. La ideología del crecimiento ilimitado —ese motor del colapso ecológico de la modernidad capitalista— permanece intacta. No habrá límite para la franja aguacatera.
Tercero, no garantiza la participación de las comunidades. La Comisión Técnica estará integrada por las personas titulares de SADER, SEMARNAT, STPS, SENASICA e IMSS. El decreto hace refencia de que pueden “invitar” a representantes del sector productivo agrícola.
¿Y dónde están las comunidades indígenas de la Meseta Purépecha que han perdido más del 60% de sus bosques? ¿Los habitantes de Tingambato, Nahuatzen, Paracho, Cherán y Charapan? ¿Y los defensores ambientales amenazados de muerte por oponerse a la deforestación? Ellos no están en la mesa. Nunca lo han estado.
Cuarto, no aborda la violencia territorial. Climate Rights International documentó en su informe más de 30 amenazas u otros actos de intimidación, cuatro secuestros y seis agresiones armadas —cinco de ellos con consecuencias fatales— asociadas con la expansión del aguacate en Michoacán y Jalisco.
Entre ellos, el asesinato a balazos del líder comunitario indígena Alfredo Cisneros Madrigal en febrero de 2023, quien había informado a las autoridades sobre la tala ilegal en un área donde personas armadas intentaban convertir el bosque en huertas de aguacate.
LO QUE DEBERÍA DECIR
Si el gobierno federal realmente quisiera enfrentar la crisis socioambiental del aguacate, el acuerdo debería incluir, como mínimo, primero, una moratoria inmediata a la expansión de nuevas huertas aguacateras en Michoacán y Jalisco hasta que se complete un diagnóstico integral del daño acumulado y se establezcan los límites bioregionales de la producción.
Segundo, la restauración ecológica obligatoria de todas las hectáreas deforestadas ilegalmente, con cargo a los productores beneficiados y con participación de las comunidades locales en el diseño e implementación de los planes de recuperación.
Tercero, el desmantelamiento de huertas ilegales instaladas en áreas naturales protegidas, zonas de recarga de acuíferos y territorios indígenas, con indemnización justa a ejidatarios que fueron presionados a vender o rentar sus tierras.
Cuarto, reducción gradual del volumen de exportación mediante cuotas decrecientes que permitan la reconversión productiva hacia sistemas agroforestales diversificados, menos intensivos en agua y agroquímicos.
Quinto, participación vinculante de comunidades indígenas, campesinas y organizaciones ambientalistas en todos los procesos de toma de decisiones, con derecho a veto sobre proyectos que amenacen sus territorios.
Sexto, protección efectiva de defensores ambientales, con mecanismos de denuncia anónima, investigación seria de amenazas y agresiones, y desmilitarización de las zonas aguacateras.
Y por último, reparación integral para las comunidades afectadas por la contaminación del agua, la pérdida de servicios ecosistémicos y el despojo territorial, incluyendo compensaciones económicas, acceso prioritario al agua y proyectos de desarrollo comunitario autogestionados.
LA DISPUTA POR EL MODELO DE DESARROLLO
Querida lectora y lector, lo que está en juego en el monocultivo aguacatero no es sólo un tema de gestión ambiental o de mejores prácticas agrícolas. Es una disputa más profunda sobre los modelos de desarrollo, sobre quién decide qué se produce, cómo, para quién y a qué costo ecológico y social.
El aguacate michoacano es la punta de lanza de lo que Svampa llama “transición energética corporativa”: aquella que, bajo el lenguaje de la sustentabilidad y el “mercado verde”, reorganiza el extractivismo sin transformar sus lógicas de fondo.
Así como la demanda de litio para baterías eléctricas está depredando el triángulo del litio en Sudamérica, o la demanda de madera de balsa para aspas eólicas deforesta la Amazonía ecuatoriana, la demanda de aguacates supuestamente “sustentables” está arrasando los bosques templados de México.
El problema no es que la transición sea “imperfecta”: el problema es que no hay transición sino continuidad extractivista con marketing verde.
El decreto del 24 de octubre de 2025 es, en este sentido, un documento paradigmático de cómo el Estado administra el colapso sin detenerlo.
Si bien reconoce formalmente la crisis como la deforestación, el trabajo precario y el daño ecológico, por otro lado construye mecanismos que la perpetúan.
Establece certificaciones que premian a quienes deforestaron antes de 2019. Habla de “coordinación interinstitucional” pero no asigna presupuesto adicional. Promete “verificación” pero la encarga a las mismas dependencias que durante décadas fueron cómplices —por acción u omisión— del avance del monocultivo.
El decreto del Gobierno de México no busca resolver la crisis del aguacate: busca administrarla, hacerla gobernable, darle un barniz de legalidad. Busca que podamos seguir comiendo guacamole con la conciencia tranquila.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué a partir del 2019? La respuesta es simple: porque para 2019 el daño ya estaba hecho. Los bosques ya habían sido talados, los ríos ya estaban contaminados, las comunidades ya habían sido desplazadas, los huertos ilegales ya estaban produciendo. Establecer 2019 como línea base es decirle a los grandes productores: “todo lo que destruyeron antes, lo legitimamos ahora. Borrón y cuenta nueva”.
Es la misma lógica que el gobierno mexicano ha aplicado históricamente con los despojos territoriales: primero se permite la violencia, luego se negocia con los perpetradores, finalmente se legaliza el despojo mediante decretos y certificaciones.
Es la forma estatal de operar el extractivismo: no lo comete directamente, pero lo facilita con omisiones, lo perpetúa con complicidades y lo normaliza con marcos regulatorios que llegan siempre tarde, incompletos e inservibles.
El decreto del aguacate no es progreso: es la formalización de la catástrofe. No es transición: es continuidad. No es justicia ambiental: es impunidad ecológica con lenguaje institucional.
Al final, el aguacate mexicano condensa todas las contradicciones del “capitalismo verde” contemporáneo: un producto fetichizado como símbolo de vida saludable y consumo consciente, cuya producción masiva requiere la muerte sistemática de ecosistemas enteros.
Un cultivo que genera 33,848 millones de pesos anuales para unos pocos, mientras condena a comunidades enteras a la escasez de agua y la violencia territorial.
Una mercancía que el Norte global consume como si fuera infinita, sostenida sobre la explotación del Sur y la fantasía de que los bosques templados de Michoacán pueden convertirse indefinidamente en huertas para el consumo norteamericano.
El decreto del 24 de octubre de 2025 no rompe esta lógica: la perfecciona. Le añade certificaciones, comisiones técnicas, mecanismos de verificación. La hace parecer gobernable, controlable, sustentable. Pero bajo la superficie burocrática, la máquina extractivista sigue operando, los bosques siguen cayendo, el agua sigue envenenándose, los defensores ambientales siguen siendo asesinados.
¿Es esto la administración del colapso?. Deberíamos pensar no cómo hacer sustentable el monocultivo aguacatero, sino por qué seguimos considerando que ese modelo es inevitable.
Debemos repensar e imaginar no certificaciones más rigurosas, sino sistemas productivos radicalmente diferentes. A defender no el derecho de los productores a seguir exportando, sino el derecho de los pueblos a decidir qué se siembra en sus territorios, a mantener sus bosques en pie, a vivir sin miedo.
El decreto del aguacate nos dice que el Estado mexicano ha elegido el camino contrario: administrar la catástrofe, no detenerla. Normalizar el ecocidio, no revertirlo. Certificar el despojo, no repararlo.
Nos toca a nosotros —comunidades, organizaciones, periodistas, académicos y ciudadanía crítica— imaginar y construir las alternativas que el Estado se niega siquiera a pensar. Porque el futuro no puede reducirse a la administración del desastre ni a la certificación del despojo.
El 24 de octubre de 2025 no debería ser recordado como el año en que se maquilló la devastación, sino como el momento en que comprendimos que el colapso no se gestiona: se enfrenta. Que aún estamos a tiempo de defender lo que queda, de recuperar lo perdido y de sembrar, por fin, otro modo de habitar la tierra.
*Uitzume, el perro de lago es la editorial de en15dias.com.
Está escrito a tres manos por las editoras y editores. Este espacio analiza, desde una visión crítica aguda, ácida y siempre profunda, las problemáticas socioambientales, de derechos humanos y de salud comunitaria en Michoacán.
Este espacio pone énfasis en lo que se pregunta, pero no se cuestiona; en lo que se observa, pero no se escribe, y en lo que se habla, pero no se escucha.
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